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ISSN 1989-4163

NUMERO 24 - VERANO 2011

Tiempos

Beatriz Rodríguez

La pasión avanza como un segundero. Es regular e inexorable. No admite marcha atrás. Tampoco se acelera.  Es una sucesión de microscópicas paciencias que terminan creando el universo.

Pequeño, feo y pobre. Isleño. Nacer pequeño es una broma de la naturaleza en un cuerpo que alberga una voluntad de gigante. Nacer pobre es la condición de la mayor parte de la humanidad. Nacer isleño es estar condenado a atravesar el mar  que se torna océano de dificultades. La fealdad  es quizá el don definitivo para no distraer la voluntad.

La infancia se desgrana en verbos sencillos: Observar en el atardecer del mar la salida del plenilunio, dándole vueltas a las naranjas de la merienda, para entender la constancia de los astros, mientras los amigos dan patadas al balón. Capturar entre los ecos chirriantes de las sillas  oxidadas y de la tiza sobre la pizarra, la segunda ley de Kepler, confusa en los labios nicotinizados de un breve interino de filosofía. Imaginar el mundo más allá del blanco y negro de la televisión, de las hojas sobadas de libros macilentos  descubiertos como mapas del tesoro en los cuatro anaqueles del lugar. Repetir en voz alta  los escasos  porqués de la escuela, apoyado en la formica de la cocina, al chisporroteo de las sartenes de la madre que compiten con los chisporroteos de la onda media del transistor. El niño quiere estudiar aunque no sabe qué. Sólo sabe dónde. Aquí no hay incógnitas que despejar. Siempre se estudia al otro lado del mar. Y hay un único cómo: trabajando.

El azar juega con la voluntad hasta que la seduce. Se había agazapado esperando su oportunidad en la relojería del pueblo.  Pequeña y pulcra, con su poquito de pretensión, sus dorados y sus cristales, sus bandejas de falso raso y terciopelo ramplón con las medallitas, sortijas y cadenitas muy ordenadas y sus relojes de péndulo brillantes y baratos. El muchacho voluntarioso comienza engarzando collares de perlas artificiales que llegan de Mallorca. Luego pule alhajas familiares y cambia correas de los relojes de los payeses. Las manos pequeñas resultan no ser tan torpes. El patrón está contento y le adiestra en la reparación de cuerdas y en la limpieza de las cajas de los relojes de pulsera. Entre tic tac constantes va acompasando sus latidos a la medida de ese tiempo que empieza a descubrir que puede ser el suyo. Esas pequeñas maquinas contienen en sus entrañas misteriosas el orden del universo. Sus secuencias son lineales e infinitas y al mismo tiempo, circulares y cíclicas. El artificio fascina al  aprendiz de relojero y aunque crecido en medio de la naturaleza ventosa y salina de Menorca, sus ojos no dudan en cambiar los horizontes marinos por las menudas grutas metálicas.

La historia que viene después es esforzada e inequívoca. El hombre trabaja con pasión. No hay obstáculos  para su voluntad miope y  feliz. Barcelona es una retícula de saberes y oportunidades, de industrias y consumidores.  Las puertas del distribuidor de una exquisita marca suiza se abren a la pericia del joven relojero. Entregado, se maravilla ante los mecanismos precisos que destilan el fuego, el metal, la madera y la  tierra en el alambique de la paciencia del artesano.  Disfruta al curvar su cuello sobre la lupa, al pulir durante horas el acero templado en la mecha hasta alcanzar el azul índigo, al tensar los resortes de las piezas o colocar un minúsculo rubí. Descubre la aventura de adentrarse en el enjambre de engranajes de una soberbia máquina del siglo XVIII que ha caído en sus manos y que sobrevive a su hacedor. Lee hasta la extenuación los tratados de relojería que busca apasionadamente en bibliotecas y anticuarios. No utiliza reloj.  No necesita medir el tiempo. El Tiempo habita en él.

Y todo se conjura para comprender la naturaleza final de las cosas: su transitoriedad.

Treinta y cinco  años de vida y una sola oportunidad para convertirse en Maestro Relojero. Un titulo único. El reconocimiento mundial del oficio. Dos personas elegidas cada dos años. Suiza es lugar. Tres días de pruebas. El menorquín tiene confianza, su pulso late al tiempo del reloj universal. El fue elegido para este oficio. La víspera de la decisión final, se despierta en mitad de la noche. La primera prueba le inquieta. Un puñado de micro tornillos en la mano, un bloque de madera y un pequeño martillo. El jurado no define reglas ni tiempos. Tras unos segundos de confusión, los candidatos se esmeran en introducir con orden y rapidez las diminutas piezas en la madera. Una leve arritmia desordena su corazón desvelado…

Los resultados de las pruebas son magníficos.  El joven toca con sus dedos firmes los perfiles de su sueño, hasta que los tres bloques de madera hacen su aparición. Después de tres días de reposo, los peritos han comprobado el estado de los tornillos engastados y los efectos de la acidez de las manos de los aspirantes a Maestro en ellos. Sólo la del joven isleño es demasiado alta: corroerá el metal de las piezas únicas en las joyas que miden el Tiempo.

Este se detiene por primera vez para el relojero y decide invertir su curso. Las  lágrimas neutralizan la acidez de unas mejillas ya hundidas. Comienza la cuenta atrás.

Tiempos

 

 

 

 

 

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